jueves, 15 de noviembre de 2012

TENGO UN ALMIRANTE EN CASA

Imagen sacada de flickr.com

DE CÓMO FUE EL PRIMER ATAQUE 

Lo ha vuelto a hacer. 
En la mañana del pasado lunes, el almirante volvió a desplegar sus naves.
Aún recuerdo claramente la primera vez que lo hizo, y cómo su ataque marítimo nos pilló a todos absolutamente desprevenidos: allí estábamos, cómodos y relajados, disfrutando plácidamente de las reconfortantes y cálidas aguas, tan confiados como ignorantes de la amenaza que se cernía sobre nosotros.
Todo era quietud. Todo era silencio. Pero la calma se tornó en histeria, y el reposo en agitación. De repente, cuatro o cinco fragatas irrumpieron en nuestras pacíficas aguas, trayendo consigo el caos, la pestilencia, y enturbiando todo a su paso.
¡¡¡Evacuación, evacuación!!! Los más rápidos consiguieron escapar pronto, corriendo a  buscar refugio en tierra seca. Otros no fueron tan afortunados, y permanecieron en el agua, imposibilitados de huir de ella, sucumbiendo a los efectos del devastador ataque.
Pánico, gritos, angustia, arcadas, llantos, más gritos, agua por todas partes, y cuatro o cinco fragatas desintegrándose en mitad del océano de nuestra bañera.
El almirante, ajeno a todo, sigue a lo suyo, sonriente y satisfecho por haber soltado todas sus naves, pero empezando a inquietarse por la tensión del ambiente que le rodea. Más gritos, más llantos, más arcadas.
El almirante, finalmente, rompe a llorar. Su madre logra sacar al mediano de la bañera, que aún sigue deshaciéndose en arcadas y lágrimas. Con el almirante en brazos, su madre logra retirar los juguetes que flotan (o se hunden) en la bañera, mientras los cuatro o cinco buques de guerra de color oscuro siguen su proceso de desintegración. El almirante, que es el pequeño, llora. El mediano llora también. El mayor no llora, pero está en paradero desconocido, probablemente andará intentando secarse con algo en vete tú a saber dónde.
La madre del almirante, aún dentro de la bañera, y con el almirante en brazos, ya no sabe si es mejor quitar el tapón antes o después de retirar las fragatas. No hay mucho tiempo para pensar, dos niños lloran, y aquello se deshace cada vez más. Alguna ya está diluida del todo, es que encima el almirante andaba un poco suelto, no podía hacerla durita y compacta, no. Si haces algo, que sea a lo grande. El agua turbia y con grumos de color marrón rodea las piernas de la madre, que finalmente decide coger aquello y tirarlo por el retrete antes de quitar el tapón.
Ahora a retirar la alfombra antideslizante de la bañera, también con restos. Sólo falta lavar a los niños de nuevo, esta vez modo ducha, no baño, lo que origina más lloros debido al odio natural que la manguera despierta en los infantes de más tierna edad.
Con los niños ya limpios y vestidos, sólo resta desinfectar la bañera, la alfombra, y los juguetes.
La madre del almirante ya no sabe si es peor que la mano le huela a caca o a lejía; lo que sí sabe es que, después de esto, cada vez tiene menos y menos y menos escrúpulos.

viernes, 2 de noviembre de 2012

QUINCY, EL DE LOS LITTLE EINSTEINS


SOBRE NIÑOS Y RACISMO




Un grupo de niños de seis años discutía sobre qué libro coger.
-¿Éste de la niña con las calabazas, o éste del negro?- preguntó uno.

En otra ocasión, mi hijo mayor (de cinco años) me hablaba sobre los dibujos animados de los Little Einsteins, y me decía que su personaje favorito era Quincy.
-¿Y cuál es Quincy?- pregunté yo.
-¡Mamá!- respondió, con ese tono característico, mezcla de asombro y decepción ante la ignorancia de los adultos, que suelen emplear los niños- ¡Es el de la gorra!
Se había fijado en la gorra como rasgo distintivo, no en lo oscuro de su piel. No dijo “el negro”, como seguramente habría dicho el niño de la escena anterior, y yo me sentí, una vez más, muy orgullosa de él. Porque me demostró que los niños, de por sí, no son racistas. Es algo que adquieren y que copian, al igual que imitan esa manera tan peculiar de señalar a alguien como “negro”, enfatizando la “e”, con tono despectivo.
Los niños son capaces de ver más allá del color de la piel, o en otras palabras, son capaces de no verlo. Pero ahí estamos los adultos, con nuestra pretendida superioridad intelectual y nuestra supuesta autoridad moral, empeñados en “abrirles los ojos”.

Otro caso real: en clase de mi hijo, desde el primer curso, había una niña de Sudamérica (otro término que no soporto, “sudaca”, que muchos mayores usan con absoluta ligereza, y que luego repiten alegremente sus hijos pequeños). Y no fue hasta el tercer año con ella, que mi hijo vino a casa diciendo que la profe les había dicho que esa niña tenía la piel oscura. Para él fue todo un descubrimiento, porque no había reparado en ello. O mejor dicho, claro que lo había visto, pero no le había dado la menor importancia. ¿Por qué habría de hacerlo? Hasta entonces era una compañera más del colegio. Pero los adultos, en nuestro afán de “vamos a ser todos muy políticamente correctos, y enseñar a estos pequeños racistas en potencia a distinguir entre las distintas razas, y a saber diferenciarlas bien, y luego les enseñaremos que son todas iguales, y hay que respetar a todas”. Una absoluta estupidez, en mi opinión.
¿Qué necesidad hay de explicarle a un niño éste es negro, éste blanco, éste amarillo? Explícales que son todos niños, y punto. No le hagas ver tú unas diferencias que hasta ahora para él no existían.

En fin. No descubro nada nuevo si digo que los niños se educan en su casa, y no en el colegio. Y por eso, en este tema, como en muchas otras cuestiones importantes, lo que cuenta es lo que oyen y ven en casa, (mucho más que todo lo que pretendemos “enseñarles”).