SOBRE RECUERDOS, FOTOS Y FOTÓGRAFOS
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Ocurrió esta mañana. El pequeño,
con su pijama celeste de jirafas amarillas se sentó en el banco de la cocina, y
a dos manos, se puso a comer un plátano. Con determinación, pero con cuidado;
con ansia, pero con infinita dulzura. Entre mordisquito y mordisquito, alzaba
sus preciosos ojos azules para mirarme, y luego seguía a lo suyo, comiendo,
sentado en el banco, balanceando suavemente sus piernas. Un rayo de sol entraba
por la ventana, iluminando su carita pequeña y sus rizos dorados. No sonreía,
ni le hacía falta. Sabía de sobra que, en aquel preciso instante, era el niño
comedor de plátanos más encantador, bello y adorable del mundo. En ese preciso
instante, estaba de foto.
¿Y por qué no le hice una? Pues
en primer lugar, porque mi experiencia me ha demostrado que cuando surge un
momento mágico como este, intentar capturar toda su belleza es imposible (a no
ser que se posea supervelocidad, o bien la capacidad de congelar el tiempo,
pero no es mi caso). Entre que sales a buscar la cámara, la enciendes, compruebas
que tiene batería, y enfocas, el niño ya
ha dejado el plátano en el suelo y se ha escondido debajo de la mesa, o se ha
puesto a llorar porque ha dejado de verte, o te ha seguido y a la vuelta tropiezas con él porque vas a toda
prisa y no lo ves, o decide que mejor se va a aplastar los coches de Cars con
la Motofeber. Y aquella imagen que tanto te había cautivado por su ternura, o
espontaneidad, o lo que sea, se ha desvanecido.
Y en segundo lugar, porque -es la
hora de la confesión- se me da bastante mal sacar fotos. Que conste que he
mejorado mucho (ya casi no corto cabezas ni pies), y gracias al maravilloso
invento de la cámara digital y su botoncito de borrar, puedo obtener veinte
fotos de los niños medianamente decentes después de desechar sólo unas doscientas
fotos desastrosas (aquí se mueve, aquí está borroso, aquí sale con los ojos
cerrados, aquí sale con la boca abierta, aquí sale con los ojos rojos, aquí se
mueve, aquí sale tu dedo, aquí se ve el cordón de la cámara, aquí le pusiste el
flash y no le hacía falta, aquí se mueve, aquí no le pusiste el flash y no se
ve nada, aquí sale tu padre al fondo durmiendo en el sofá, aquí sale un babero
sucio, aquí sale tu madre con el mandil de cocinar puesto, aquí se ven los
platos en el fregadero junto al Fairy de fondo (ésta es mi especialidad!), aquí
se mueve…)
¡Y es que no es tan fácil hacer
bien las fotos! Me río mucho cuando vamos al cumpleaños de algún niño, y veo a
los padres, o tíos, o algún otro pariente cercano, con sus megacámaras de la leche,
último modelo, el más caro, el que más llama la atención, con su súper réflex,
un teleobjetivo del copón y una burrada de accesorios y de megapíxeles,
disparando fotos a diestro y siniestro, a sus churumbeles y al resto de
invitados. Y luego, pasados unos días, recibes aquellas fotos, y no puedes
evitar pensar, “¡Arre concho! ¿Y para esto tanta cámara? ¡Si están mucho mejor
las que hizo fulanita con su camarucha “cutre”! ¡Si están mucho mejor las que sacó
menganito con su móvil!” Y me río porque algunos se piensan que por tener una
gran cámara ya son grandes fotógrafos. Los niños ciertamente no ayudan
demasiado (porque no paran de moverse), pero para esto, como para muchas otras
cosas, hay que saber y valer.
Así que felicito desde aquí a
todos aquellos que, sin hacer ostentación de grandes equipos fotográficos, son
capaces de hacer buenas fotos a sus niños. ¡Enhorabuena! Y los demás, a
aprender de ellos.
Y no me resisto a terminar sin
añadir algo: si bien una foto puede ser algo realmente hermoso, un recuerdo no
lo es menos. Por eso, aunque muchas veces no podamos conservar una imagen en papel
o en un archivo, siempre podremos atesorarla en nuestra retina, nuestra mente,
y nuestro corazón, un lugar de donde nunca podrá borrarse.
P.S. Con respecto a los
padres con complejo de paparazzi, que descuidan o se desentienden absolutamente de sus hijos por
estar pendientes todo el tiempo de la cámara, hablaremos otro día.