DE CÓMO CAMBIA EN LAS MADRES EL CONCEPTO DE FELICIDAD
La felicidad está en un día de playa, volver rebozados en arena y salitre, con las mejillas coloradas y los bolsillos llenos de conchas, rendidos los cuerpos ante un cansancio que no ha conseguido borrarles la sonrisa de los labios.
La felicidad está en bajar con el coche una cuesta empinada, acelerando lo suficiente para que el estómago les baile un poquito y pidan otra, y otra, y otra.
La felicidad está en que se queden dulcemente dormidos en tus brazos, acurrucados contra tu pecho, sintiendo el peso liviano de su cuerpecito, escuchando su respiración, oliendo su pelo. Y contemplarles mientras duermen, dejándose contagiar de la paz que irradian, siendo testigos de sus sueños más alegres, esos que les hacen sonreir primero, y estallar en carcajadas después.
La felicidad está en sus besos, tan inocentes como mágicos, tan puros como cargados de amor, tan sonoros como llenitos de babas.
La felicidad está en un baño, en el momento de vestirse, o en un cambio de pañal, cuando descubres cómo un niño se puede transformar en un saco de la risa, todo cosquillas, todo sonrisas, todo alegría.
La felicidad está en compartir sus grandes logros: acabar un puzzle, construir la torre más alta, marcar un gol, hacer el dibujo más bonito.
¿Dónde quedó nuestro antiguo concepto de felicidad? ¿Ese plagado de sueños maravillosos, de proyectos fantásticos y de grandes ideas?
Fue diluyéndose en el tiempo, desdibujándose durante nueve meses, para al final tomar una nueva forma no menos maravillosa, fantástica, y grande: porque ahora toda nuestra felicidad son ellos, toda nuestra felicidad es la de nuestros hijos.