-¿Puedo hacerte unas preguntas, mami?- me
preguntó el mayor hace unos días, nada más despertarse.
-Sí, claro- respondí yo, quitándome la
legaña del ojo.
-¿El abeto a mí me puede hablar?- inquirió,
todo serio.
-¿Cómo?- aquello me cogió desprevenida, con
el cerebro aún a medio despertar.
-¿Qué sonidos son los que oigo yo?- continuó
el mayor, incapaz ahora de contener la risa. Y acto seguido empezó a cantar la
canción de “Abuelito, dime tú”, de Heidi, a la que pertenecían esas preguntas
del abeto y los sonidos.
Y reflexioné, una vez más, que mi vida se
asemeja cada vez más a la de Heidi. No porque tengamos por ahí un abuelito (que
sí lo hay, pero en su casa con la abuelita), ni porque tengamos cabritas (que
sí las hay, pero de las de dos patas), sino porque vivo, como la adorable
niñita de mejillas sonrosadas y cabello corto, entre montañas.
No son los Alpes, pero resultan igual de
imponentes: la montaña de ropa para lavar, la montaña de ropa para planchar, la
montaña de cacharros sin fregar, la montaña de juguetes sin recoger, la montaña
de polvo sobre los muebles, la montaña de pelusas bajo el sofá, la montaña de
pañales usados…
Que nadie se extrañe si un día de estos, en
alguna de estas montañas se produce un alud, me cae encima, y perezco en el
acto sin remedio.
Yodele-ji-jú!
Muy simpática! Es bueno tomártelo todo con filosofía, ¿verdad?
ResponderEliminarEs que si no le ponemos una sonrisa a la vida mal vamos!
ResponderEliminar